En algún lugar de la mancha, de la mancha urbana de una ciudad de la
cual no recuerdo el nombre, amanece. Son
las 7 de la mañana de un domingo de julio, el primero del mes. Inusual porque normalmente se verían las calles
desiertas, pero no en esta ocasión.
Numerosas escuelas, domicilios y edificios son preparados para recibir a
la gente que desde temprano empiezan a aparecerse para ser los primeros en la
fila y tener el resto del día libre para dedicarle a la familia. Un paseo por la costera, ir al cine, visitar
a los parientes o ir a la laguna que está a unos 20 minutos de la ciudad para
mitigar el calor de un verano inusual que se ha dejado sentir con toda su
fuerza.
Humberto (Beto, como le dicen sus amigos y conocidos de confianza) es un
joven que apenas ha cumplido la mayoría de edad. Ve el reloj y son las 7:30 de la mañana. Anoche salió con sus amigos y festejó su
cumpleaños. Se siente orgulloso porque
ya podrá tramitar su licencia de automovilista y lo dejarán ingresar a los
centros nocturnos. Ya es adulto. Decide quedarse en cama unas horas más porque
aún se siente mareado por la resaca de la fiesta. Pero al mismo tiempo sonríe y una vez más
recuerda que en su cartera ese espacio vacío en su tarjetero ha sido ocupado
por su credencial de elector, su pase automático a la vida nocturna, para abrir
cuentas bancarias o para manejar el auto de su padre.
Apenas un pestañeo y el reloj ya marca las 10 de la mañana. La familia de Humberto se dispone a
salir. Ya desayunados, su hermana y sus
padres van a la escuela secundaria que está a unas esquinas de la casa. Ellos nunca han fallado. La fila aún está nutrida pero lo importante
es que hay sombra y no tendrán que esperar bajo el inclemente sol. Luego de una hora regresan y el muchacho
sigue durmiendo. Le preguntan si irá a
la escuela secundaria y el responde: “al rato”.
Decide levantarse y el reloj ya pasa de las 12 del día. En la televisión hay fútbol y son las
semifinales. Se sienta frente al aparato
y aprovecha para comer lo que quedó del desayuno.
2 de la tarde. Termina el fútbol
pero anuncian una película de estreno.
La familia –excepto el recién mayor de edad- sale a visitar a los
abuelos. Se queda solo en casa. Se acomoda en el sillón y a su lado está el
plato vacío, el vaso con jugo de naranja y el cambiador de canales. No pasa mucho y tocan a la puerta. Seguramente, olvidaron algo antes de irse los
papás. El muchacho se levanta enojado
porque lo hicieron moverse del sillón.
Abre la puerta y encuentra a dos personas –vestidos con gorra y playeras
del mismo color y usando unas tablas con varios papeles insertados- y lo
saludan. Una es una chica atractiva y
ambos son casi de la misma edad. El
muchacho se medio arregla el cabello y saluda con la mejor de las sonrisas que
puede y busca disimular y limpiarse las lagañas de los ojos.
Los visitantes se presentan y le preguntan si es mayor de edad, a lo que
el nuevo adulto responde con toda seguridad que sí. La chica le cuestiona si fue a tramitar su
credencial de elector a lo que éste le dice que sí y con un afán de orgullo
pavorreal le enseña la cartera donde exhibe el plástico. Los visitantes se miran entre sí y
sonríen. Le lanzan una tercera pregunta:
“¿ya fuiste a la escuela secundaria?” El
muchacho, estirándose los brazos responde que no, que no le ha dado tiempo de
ir porque está ocupado. Los visitantes
no pueden ocultar su alegría y le comunican que es su día de suerte. Le dicen que no tiene que ir si no
quiere. Es perder el tiempo y además con
el calor sofocante la espera en la fila se hace eterna.
Uno de ellos se acerca y le pregunta si quiere ganarse a Diego Rivera. El muchacho no entiende la pregunta y el
visitante sonríe y le dice que es dinero.
500 pesos en efectivo. “¿Y qué hay que hacer?” pregunta. “Nada”,
responden al unísono los visitantes.
“Quédate en casa y disfruta tu domingo” le dice la chica guiñándole un
ojo. El muchacho acepta la propuesta
pero antes de despedirse, los visitantes le piden su credencial, ese valioso
tesoro por el que tuvo que esperar años, formarse en una fila que parecía
interminable y al mes regresar para que le entreguen ese minúsculo pero
indispensable objeto que le daría status social, un nivel superior sobre los
demás y su pase de joven a ser todo un adulto.
Aprieta la cartera como si presintiera que se la quieren arrebatar. Su sonrisa nerviosa lo hace detenerse y busca
retractarse. Se siente acorralado. Los visitantes intuyen y le duplican la oferta
y le aseguran que después de las 6 de la tarde tendrá de vuelta su
credencial. El muchacho se relaja y
afloja la mano. Mil pesos por prestar su
credencial unas horas no está mal.
Además, si no regresa, vuelve a tramitarla. Sin pensar más la entrega y en un sobre
amarillo hay dos billetes de 500. Diego Rivera al cuadrado.
Todos sonríen y el trato se cierra con un apretón de manos. La chica, que no oculta su simpatía por el
muchacho que acaban de visitar, le pide su número telefónico, claro y obvio,
para estar en comunicación y llevarle su credencial. Sin dudar le dicta el número y le agrega que
tiene WhatsApp. La chica promete mandarle un mensaje. Los visitantes se alejan del domicilio y el
muchacho se queda en la puerta pensando: “Mayor de edad, mil pesos, descanso en
casa, una chica…es mi mejor día”.
El resto de la tarde transcurre con normalidad. El papá de la familia está viendo el
televisor para esperar el resultado. Luce nervioso y constantemente toma del vaso
con agua. Al fin escucha el anuncio
oficial y el resultado lo deja desencajado.
Perdió. El muchacho le dice que
no es para tanto, que siempre pasa lo mismo.
El papá voltea y pregunta si fue a la escuela secundaria. El muchacho balbucea y con agilidad mental
responde que sí. El papá solo respira
profundo y se hunde en el sillón, decepcionado y preocupado por lo que viene.
Pasan los meses y el resultado
empieza a cobrar sus facturas. En las
noticias aparece la idea de querer
cambiar algunas reglas, leyes y derechos.
La sociedad está inquieta, los maestros son los primeros en protestar
porque les han quitado sus conquistas, sus logros y hay que hacer algo. Salen a la calle a exigir soluciones a sus
demandas. Es un diálogo entre sordos. Autoridades y docentes tienen voces,
altavoces y hasta tenores, pero todos carecen de oídos. La represión comienza y la violencia hace
presencia. Los medios hacen mutis obligado, volviéndose cómplices
silenciosos. Las concentraciones
sociales desaparecen como acto de magia.
La sangre derramada es secada y ocultada por el calor del sol, su aliado
circunstancial. Todo vuelve a la
normalidad pero las redes sociales muestran otra realidad, la realidad del
mundo viviente y reproducen lo que no se vio, lo que no se escuchó pero sí se
vivió, lo que sí pasó.
En las semanas siguientes, circula en los medios otra idea: controlar el comportamiento de las
personas. No pueden gritar, no pueden
caminar libremente por cualquier calle, no pueden expresarse sin recibir el
permiso y no pueden agredir. La
inquietud vuelve a estar presente en la gente.
Surgen los críticos de la idea
y esto obliga a replantearla con algunos cambios, pero el estigma negativo ya
nadie se lo quita. La idea murió el día que nació.
Llega el desfile. Se conmemora el
día del trabajo y la gente sale a caminar por las calles, según a
celebrar. Hay quienes aprovechan la
coyuntura para manifestarse contra la idea
que por cierto ya fue aprobada por tirios
y troyanos. Salen a la calle a
expresar su inconformidad, a plena luz del día, sin estorbar, sin bloquear
calles, sin insultar. Solo un par de
cartulinas que hablan por ellos, que dicen todo, que expresan el sentir social
de muchos ciudadanos. A la orden de una
voz, son reprimidos con lujo de violencia, sin importar género, condición
física, raza, religión o ideología.
Los agredidos usan el único recurso a su alcance: las redes
sociales. Algunos medios toman valor y
deciden reproducir la experiencia vivida.
Cualquiera puede padecerla, pero eso no pasa por la mente de
muchos. La censura llega también para
quienes alzaron la voz desde algún micrófono y al día siguiente los mantienen
al margen, ahí, en la banca. Es oficial:
la censura vuelve recargada.
De los agredidos, uno de ellos es el papá de Humberto. Golpes, moretones y un ojo hinchado. El hijo, indignado, condena los actos en su
cuenta de red social. Uno de sus
contactos le dice que conoce a una amiga que podría ayudarlo para que
investiguen a los agresores. Al día
siguiente, van a visitarla pero la funcionaria se niega a recibirlos. Está en reunión, les comentan. Esperan horas para poder ser atendidos y,
finalmente, les dan acceso. Entra
primero el amigo a hablar con ella y a explicarle la situación. Minutos después sale y le comunica a Humberto
la mala noticia: no puede ayudarlo porque fueron órdenes de sus superiores, de
allá arriba. El afectado pide hablar con
ella un minuto y acceden. Ingresa a la
oficina y al verla, hace mutis, no puede
hablar. Era la visitadora de aquel
domingo de julio que le pidió su credencial.
Mientras regresaban, el amigo se disculpó pensando que algo se habría
podido hacer. Humberto le preguntó desde
cuándo la conocía. Éste le dijo que fue
en el mes de julio, precisamente un día después de haber festejado su
cumpleaños. Había ido a su casa junto
con otra persona a ofrecerle dinero por su credencial. Ese día fue especial porque se ganó mil pesos
que luego usó para comprarse un reloj.
Humberto regresó a casa, observando las marcas en el cuerpo de su padre,
impotente de que la justicia no haya hecho su trabajo. No sabía a quién recurrir porque tampoco
mostró interés en la escuela para conocer el funcionamiento de las
instituciones de justicia. Su ignorancia,
sumada a su desinterés, lo había convertido en una especie de naranja mecánica, que a partir de ahora
viviría sujeto a los caprichos y vaivenes del poder.
El tintero.
Ha entrado en vigencia la nueva y recargada Ley de
Ordenamiento Cívico. Según sus
promotores, hicieron cambios de fondo que le quita ese matiz autoritario y
violatorio. La siguiente semana estaré
hablando y exponiendo un análisis de este documento que hace historia en el
país, pues es el primero en su especie
que entra en vigor.
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